domingo, 4 de noviembre de 2012

ROSENDE

                   A Francisco Rodríguez


El otoño aún no ha dejado paso
a los gélidos arrumacos del invierno
y los árboles visten sus pámpanos
con lenguas de fuego anaranjado.
Siete por uno, siete.
El niño avanza por el camino empedrado
 y sobre el barro forjado con el polvo
de  la lluvia entrecortada de  Rosende.
Sus pies diminutos se han acolchado
con un taño de callosas tellizas.
Siete por dos, catorce.
Nueve mil setecientos dieciséis pasos
emprenden cada día el extenso trecho
cuando comienza a despuntar el alba,
tantos como son devueltos cuando
los guisos de los fogones abordan
 con su fragancia
las hortensias blancas en los patios.
Siete por tres, veintiuno.
-Mañana tengo que ordeñar la vaca,
padre tiene que ir temprano al pueblo-.
El niño no podrá aguardar a que el gallo
salga al encuentro de su sueño, y
sus manos buscarán en la noche prematura
el néctar de unas ubres impasibles.
Siete por cuatro, veintiocho.
Siete por cinco, treinta y cinco.
Siete por seis, cuarenta y dos.
La lección ha comenzado. Siete discípulos
menos el que aún no ha llegado,
quinientos trece pasos por andar
y una coartada.
El maestro sonríe: como un mudo cuenta
los pasos pendientes, los mismos de todos los días,
los que quedan hasta que un niño jadeante
franquee de nuevo la puerta entornada.
Siete por diez, setenta.

© Juana Fuentes 



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