Lo han enviado por si existiera
alguien más ahí fuera
Pedro Flores.- "Años luz"
De aquella noche
de fiesta y hermandad
de hace veinte años casi,
recuerdo sólo
que era una tibia noche
como eran entonces las de junio,
pero ignoro qué estrellas suspendidas en lo alto
mantenían sobre nuestras cabezas
una disputa sin sentido.
Disparé una áspera respuesta
a su pregunta y a esos ojos
que por primera vez
yo veía y que, aun afables,
me miraban inquisitivos.
Si hubiera tenido la decepción
un rostro, probablemente habría sido el suyo.
Olvidé después aquella noche
hasta que unos años más tarde
un ser misericordioso vino casualmente
a refrescar mi memoria.
Y yo me justifiqué culpando a las estrellas.
Pronto busqué a aquel extraño
y pronto le encontré en el universo
de las ventanas virtuales y de las voces sin sonido.
Y desde entonces sus ligeros y dulces alegatos,
sus siempre reconfortantes palabras,
y esa sonrisa que, no pudiendo advertir mis ojos,
tan fácilmente se vislumbra.
Se arrepintieron los cometas de aquella noche
ya lejana, me digo con frecuencia,
o acaso es que vino algún dios
a poner orden entre el caos.
Será cierto entonces que aún hay dioses
que imponen la justicia que con tanta insistencia
los mortales perturbamos.
Juana Fuentes

lunes, 10 de noviembre de 2014
sábado, 1 de noviembre de 2014
El señor y el vagabundo
Mira a ese hombre y su perro.
No importa que sea febrero y que apenas alcance
la manta mullida por el polvo amontonado
para abrigarle del hielo de las noches:
el cuerpo cálido del perro consigue cada mañana
reanimar sus manos.
Pareciera que fuera el animal el dueño,
el que en las noches designa y reconforta
la cueva improvisada en cualquier escondrijo
de una calle solitaria; el que aleja los peligros
que interrumpen el pasar indolente de las horas;
el que -y no lo dudemos- acerca el sustento
a esa casa sin tejado: no es la compasión
de las personas dadivosas hacia el pobre infeliz
la que procura la limosna -demasiada indigencia
en este mundo descosido-, sino un doblegarse
a la belleza indiscutible que carga el animal sobre su espalda
y, más allá de su lomo, a la que se evidencia
en la piedad de sus ojos.
Y si el perro pudiera pronunciar palabras,
sólo podrían brotar las de gratitud de su boca,
aunque no hacia todas esas gentes presuntamente generosas
o a la mano del amo parsimonioso que siempre aguarda la tarde
para alimentarlo, sino a la misma vida, la que día tras día
le proclama héroe de esta historia,
la misma vida que tarde o temprano
habrá de abandonarle.
Juana Fuentes
No importa que sea febrero y que apenas alcance
la manta mullida por el polvo amontonado
para abrigarle del hielo de las noches:
el cuerpo cálido del perro consigue cada mañana
reanimar sus manos.
Pareciera que fuera el animal el dueño,
el que en las noches designa y reconforta
la cueva improvisada en cualquier escondrijo
de una calle solitaria; el que aleja los peligros
que interrumpen el pasar indolente de las horas;
el que -y no lo dudemos- acerca el sustento
a esa casa sin tejado: no es la compasión
de las personas dadivosas hacia el pobre infeliz
la que procura la limosna -demasiada indigencia
en este mundo descosido-, sino un doblegarse
a la belleza indiscutible que carga el animal sobre su espalda
y, más allá de su lomo, a la que se evidencia
en la piedad de sus ojos.
Y si el perro pudiera pronunciar palabras,
sólo podrían brotar las de gratitud de su boca,
aunque no hacia todas esas gentes presuntamente generosas
o a la mano del amo parsimonioso que siempre aguarda la tarde
para alimentarlo, sino a la misma vida, la que día tras día
le proclama héroe de esta historia,
la misma vida que tarde o temprano
habrá de abandonarle.
Juana Fuentes
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