A Blas de Otero
y Miguel Angel Rubio Sánchez
Podríamos hablar sobre la culpa.
Pero entonces debería confesarte algunas cosas:
que Apolo vino un día a exonerar mi alma
de todos sus espasmos causados por la culpa,
esa falacia que un dios inventó para despoblar
de pájaros mi bosque y convertirlo en un yermo paraje.
O incluso que compuse un catecismo
con todas las inevitables razones
por las que debía enjuagar mis pecados,
esos que el mismo dios concibió
para justificar su presencia
en aquel cielo descompuesto.
Y creí que en algún momento
dejaría de existir la congoja,
que me haría olvidar la dicha
el consuelo que ya sólo hallaba
al esconderme en las palabras.
Pero la vida se nutre de dolor.
Y seguiré siendo un ángel fieramente humano
que, sin pedirle cuentas a ese dios,
no dejará de lamentarse de lo caduco de la existencia.
Y de su decadencia y su pobreza.
Y así, un día podré expiar todas esas culpas imaginarias.
Ahora espero a que llegue otro tiempo
en que poder dibujar trazos con todos los destellos
que han de procurarme las cosas sencillas:
la luz, que en un instante es capaz
de coronar el cáliz de un árbol.
El gorjeo de un pájaro que recién
despierta a la vida. O el escueto rumor
de la lluvia.
Pero aún no es época de cosecha.
Y habré de vagar, mientras tanto,
como un espectro extraviado en el cerro de Dante,
donde las almas que lo habitan ignoran
que no reside allí la culpa.
En esa loma de fuego taimado, donde,
como más abajo, en la tierra,
sólo debe de existir la desolación
y la desdicha.
© Juana Fuentes
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