jueves, 29 de mayo de 2014

Grand Central

Me dicen que llegar
a una estación de tren
cualquiera
es adentrarse ya
en el corazón
de una ciudad
cualquiera.
Que traen sus vías
vagones
cargados de médula y sangre
buscando su destino:
un impulso
en todas direcciones
que logra remover
a cada instante la vida
de las calles.
Que en una estación
de tren el frío
no es el frío
que nos acerca a veces
-sólo a veces-
a la idea de la muerte.
Que es ligero
el silencio
de uno mismo
en medio
de las voces lejanas de los otros,
mezcladas con el ruido
de miles avisos
programados,
desprovistos de vida
y de entusiasmo.
Que nunca allí
es un adiós
un adiós completo,
sino sólo un hasta pronto.

Afirman
que en una estación de tren
las cosas suceden
en un segundo,
como se sucede
un latido,
como sobreviene
un espasmo.

Cuántas ciudades habré visitado
-cuántas que apenas
ya recuerdo-
y no entré
en sus corazones.
No sé, yo no sé,
pero entonces guardé
en mis bolsillos solamente
sus piedras y sus bosques.

Quiero regresar
a todas las ciudades
que conozco
-y ya he olvidado-
llevando un billete
de tren usado
en mi chaqueta.
Ser la sangre
que desde su corazón
incendia
el pavimento de las calles
o las alas grises de ese pájaro
que busca en sus baldosas
algo de descanso.

Y que esa sangre
empape
mis bolsillos,
mis bolsillos ya vacíos
de piedras y de bosques.

© Juana Fuentes



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