En esta leve plenitud
que de la mañana siempre desdeña
la tarde, sombría oquedad
del tiempo encarcelado,
esquivo de las horas
de luz evidente, es inevitable
que acuda tu presencia
a mi memoria: el sabor áspero
de tu boca; el halo impávido
de tu aliento; el aroma a manzana
acre de tu mano distante;
y el arbitrio inmutable
de aquella cercana muerte, tan nuestra,
erigida en cada soplo gesto rutinario,
costumbre recurrente.
Cuántos años son precisos para reconstruir
un pasado perdido.
Cuánto tiempo para recuperar un instante.
©
Juana Fuentes

martes, 30 de julio de 2013
domingo, 28 de julio de 2013
Un reflejo extravagante
No recuerdo cuántos días han transcurrido,
mil cuatrocientos sesenta y cinco, tal vez,
o quizá debería contarlos uno a uno
para no equivocarme.
Cuántos para recorrer el camino
hacia este quebrado paraje
donde la humedad del pantano
que emerge de su vientre me devuelve,
cuando en él me exhibo, un reflejo extravagante.
No reconozco en él mis ojos,
o al menos la luz que antes escondían
y que no lograba nadie atisbar.
Ya no conserva su color genuino,
luce gris, como esos cabellos
dispersos en mi cabeza y que con tanto tedio
trato de disimular cada lunes.
En mi frente se han evidenciado las arrugas
abriéndose paso a mordiscos. Algo quedó
enquistado en mis pensamientos
que ahora se afana en salir a través de esos surcos,
tercas estrías obstinadas en arropar
mi impaciente desasosiego.
Mis labios ya no son ventosas aclimatadas
a tratar otros labios.
Y en su abstinencia acumulada
han debido perder la plasticidad rosada
de los cuerpos que están acostumbrados
a la disciplina de una instrucción cotidiana.
Quizá ya sólo sea una sombra que subsiste
al acecho de una ocasión que nunca acude,
aguardando ese día que no habrá de llegar.
Un acaso que incluso hoy no codicio,
aunque me engañe en su espera, un día tras otro,
como una sombra impostora que confía en hallar
su reflejo _ alguna vez_
en el agua cristalina de un charco cualquiera.
© Juana Fuentes
mil cuatrocientos sesenta y cinco, tal vez,
o quizá debería contarlos uno a uno
para no equivocarme.
Cuántos para recorrer el camino
hacia este quebrado paraje
donde la humedad del pantano
que emerge de su vientre me devuelve,
cuando en él me exhibo, un reflejo extravagante.
No reconozco en él mis ojos,
o al menos la luz que antes escondían
y que no lograba nadie atisbar.
Ya no conserva su color genuino,
luce gris, como esos cabellos
dispersos en mi cabeza y que con tanto tedio
trato de disimular cada lunes.
En mi frente se han evidenciado las arrugas
abriéndose paso a mordiscos. Algo quedó
enquistado en mis pensamientos
que ahora se afana en salir a través de esos surcos,
tercas estrías obstinadas en arropar
mi impaciente desasosiego.
Mis labios ya no son ventosas aclimatadas
a tratar otros labios.
Y en su abstinencia acumulada
han debido perder la plasticidad rosada
de los cuerpos que están acostumbrados
a la disciplina de una instrucción cotidiana.
Quizá ya sólo sea una sombra que subsiste
al acecho de una ocasión que nunca acude,
aguardando ese día que no habrá de llegar.
Un acaso que incluso hoy no codicio,
aunque me engañe en su espera, un día tras otro,
como una sombra impostora que confía en hallar
su reflejo _ alguna vez_
en el agua cristalina de un charco cualquiera.
© Juana Fuentes
El niño de Rosende
El otoño aún no ha dejado paso a los gélidos arrumacos del invierno y los árboles visten sus pámpanos con lenguas de fuego anaranjado. El niño avanza por el camino empedrado sobre el barro forjado con el polvo de la lluvia entrecortada de Rosende. Sus pies diminutos se han acolchado con un taño de callosas tellizas.
Nueve mil setecientos dieciséis pasos emprenden cada día el extenso trecho cuando comienza a despuntar el alba, hasta llegar a la casa del maestro, tantos pasos como son devueltos cuando los guisos de los fogones abordan con su fragancia las hortensias blancas en los patios. El niño lleva la misma pelliza de todos los días, acicalada con coderas, remiendos y añadidos, y huele a leche, a la misma leche que cada mañana extrae de las dos vacas sin aguardar a que el gallo salga al encuentro de su sueño.
La lección ha comenzado. Siete discípulos menos el que aún no ha llegado; quinientos trece pasos por andar y una coartada. El maestro sonríe: cuenta como un mudo los pasos pendientes, los mismos de todos los días, los que quedan hasta que un niño, jadeante, franquee de nuevo la puerta entornada.
jueves, 18 de julio de 2013
Las estaciones
Qué traicionero este tórrido sol
de verano. Se instala cada año
sin permiso en mi piel y,
resentido ante la irremediable despedida
que ha de llegar en noviembre,
ya me anticipa su partida
hostigando mi carne
con hirientes mordiscos.
Cuando llega, el amor también
se instala de repente
y no escoge, al hacerlo,
su estación predilecta.
Vendrá con la gélida nieve,
como una dádiva envuelta en angora
para que el frío no la encoja
y pueda revelarse, de este modo,
en todo su henchido esplendor .
Se anuncia, por momentos,
con el perfume pegajoso
de las flores y el incauto aleteo
de las abejas.
Pero no es sino la impaciencia
que nos guía hacia un espejismo
empolvado con un falaz aroma.
En muchas ocasiones
se muestra con el ardor sofocante
de las tardes de agosto.
E ignoramos que no es amor.
Y algún tiempo más tarde,
inevitable será recordar su destello
como un fugaz chasquido
que no logró envolvernos
con su verdad fingida.
De entre todas las estaciones,
señalaré siempre el otoño.
Será porque en aquellos días
de tostados matices
y arrebolados paisajes, el amor no vino
a posarse en el vano
de mi ventana.
Y no me causó con su marcha
las punzadas que el sol regala
a mi piel cuando se aleja irremediablemente
en noviembre.
de verano. Se instala cada año
sin permiso en mi piel y,
resentido ante la irremediable despedida
que ha de llegar en noviembre,
ya me anticipa su partida
hostigando mi carne
con hirientes mordiscos.
Cuando llega, el amor también
se instala de repente
y no escoge, al hacerlo,
su estación predilecta.
Vendrá con la gélida nieve,
como una dádiva envuelta en angora
para que el frío no la encoja
y pueda revelarse, de este modo,
en todo su henchido esplendor .
Se anuncia, por momentos,
con el perfume pegajoso
de las flores y el incauto aleteo
de las abejas.
Pero no es sino la impaciencia
que nos guía hacia un espejismo
empolvado con un falaz aroma.
En muchas ocasiones
se muestra con el ardor sofocante
de las tardes de agosto.
E ignoramos que no es amor.
Y algún tiempo más tarde,
inevitable será recordar su destello
como un fugaz chasquido
que no logró envolvernos
con su verdad fingida.
De entre todas las estaciones,
señalaré siempre el otoño.
Será porque en aquellos días
de tostados matices
y arrebolados paisajes, el amor no vino
a posarse en el vano
de mi ventana.
Y no me causó con su marcha
las punzadas que el sol regala
a mi piel cuando se aleja irremediablemente
en noviembre.
©
Juana Fuentes
jueves, 4 de julio de 2013
Desahucios
Y
cómo conducirme en tu ausencia.
Si
quise seguirte hasta tu mar
y
esconderme en tu camisa;
divisar
a través de tus ojos
nebulosas solitarias
nebulosas solitarias
hasta
quedar cegada por ese sol
que
tantas promesas inventó.
Pero
sólo tuvimos un verso
como
alegoría
del roce de una piel que no fue la nuestra;
del roce de una piel que no fue la nuestra;
de
unos labios que nunca probé.
Porque levaste anclas
y
no dejas que te alcance.
Tienes detenidas
©
Juana Fuentes
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