Existe una tierra donde reinan las acacias,
criaturas de belleza torcida y silenciosa
cuya espalda cada día acaricia la luz
de una yema difusa y anacarada.
El horizonte nos invita, al atardecer,
a una danza de fuego.
Un árbol se curva persiguiendo los corales
de una moneda que, apresurada, se descuelga.
Parece despedirse de ella, tal vez pedirle
que no tizne con su marcha el crepúsculo.
En la mañana, la acacia vuelve a reclinarse
como anegada en un lamento fiel y continuo,
preludio de esa aflicción que cada tarde inunda
sus ramas cuando el sol comienza a abandonarla.
Las acacias, igual que los hombres, anticipan
con absurda nostalgia el dolor ante la marcha
-que presienten- de todo lo grato que una vez
pudo ser el artífice de cualquier sosiego.
©
Juana Fuentes
Éste especialmente me gusta. Me recuerda a la poesía de Eloy Sánchez rosillo
ResponderEliminarQuerido Miguel Ángel: siempre me honras con tus palabras.
ResponderEliminarUn abrazo.